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COMPROMISO SOCIAL. Revista de la UNAN-Managua, Extensión Universitaria,
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1. Introducción
1
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) 2030
—entre ellos el Objetivo 5, “Lograr la equidad de
género”— ponen de maniesto la urgencia de diseñar
e implementar intervenciones sistémicas y pertinentes
para el desarrollo económico, social y ambiental de
los países miembros, considerando explícitamente la
atención a la igualdad de género y el empoderamiento
de la mujer como un ejercicio de primer orden (FAO
2016a).
Con el tiempo, la situación de pobreza y malnutrición
de las mujeres ha ganado centralidad en los análisis
sobre bienestar social y políticas públicas en América
Latina y el Caribe (FAO, FIDA, UNICEF, PMA y OMS
2018). Atender a estas problemáticas es un paso
obligatorio para lograr el desarrollo rural sostenible.
El presente documento se propone, empleando un
enfoque de género, reexionar sobre los vín-culos
existentes entre la pobreza, la seguridad alimentaria
y nutricional y los sistemas de protec-ción social
en la región. Para ello presenta un análisis de las
principales brechas de género, explora los costos de
la inacción para los Estados, caracteriza la situación de
la protección social de las mujeres, particularmente de
aquellas de zonas rurales, y, nalmente, ofrece algunas
recomenda-ciones de política pública en la materia.
2. Principales brechas de género en América
Latina yel Caribe
La pobreza
2
favorece la persistencia de la inseguridad
alimentaria y nutricional de las personas, en tanto la
población que la padece por fuerza debe destinar una
mayor proporción de sus ingresos a la adquisición de
alimentos (FAO 2017a).
En la región, las mujeres se ven particularmente
afectadas por este fenómeno: entre 2007 y 2014 el
índice de feminidad de la pobreza rural aumentó 6
puntos —de 108,7 a 114,7—, mientras que el índice
de feminidad de la pobreza extrema lo hizo en casi
2 puntos —de 113 a 114,9— en el mismo periodo.
Adicionalmente, los hogares de menores recursos
concentran una proporción más elevada de mujeres en
edades de mayor demanda productiva y reproductiva
(entre 25 y 59 años de edad) respecto de los hombres,
especícamente en los primeros dos o tres quintiles de
ingreso (FAO 2017b).
3
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Mujeres rurales, protección social y
seguridad alimentaria en ALC
Desafíos actuales y aportes del enfoque sistémico a la política pública con enfoque de género.
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Documento nº 23
2030/
Alimentación, agricultura y desarrollo rural en América Latina y el Caribe
1. Texto elaborado en colaboración con Cecilia Rossel. 2. Entendemos la pobreza como una realidad multidimensional que da cuenta del acceso al
bienestar de los integrantes de una determinada sociedad, en cuya medición y abordaje es necesario considerar el acceso a vivienda, servicios básicos
estándar de vida, educación, empleo y protección social (Angulo, Solano y Tamayo 2018 3. El índice de feminidad de la pobreza compara el porcentaje de
mujeres pobres respecto del de los hombres, evidenciando las disparidades en la incidencia de la pobreza entre ambos sexos. Cuando es superior a los
100 indica mayor incidencia de pobreza femenina que masculina.
Brito Bruno, Claudia Ivanovic Willumsen, Catalina
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El sobrepeso tampoco presenta una distribución
homogénea en las poblaciones, encontrándose
asociado en el caso de las mujeres a la inseguridad
alimentaria de los hogares, condición que a su vez
se relaciona con la pobreza, la que limita o incluso
restringe el acceso a dietas nutritivas y seguras (Farrell
et al. 2018).
En consecuencia, en varios países de la región las
mujeres experimentan una doble carga nutri cional, es
decir la coexistencia de desnutrición con sobrepeso,
obesidad o enfermedades no trans misibles
relacionadas a la dieta (OMS 2019).
4
Este fenómeno
rearma que el género modela la salud de hombres y
mujeres, demandando que se lo identique como un
determinante social de la salud.
5
En materia de pobreza e inseguridad alimentaria y
nutricional, la región mantiene deudas impor tantes en
lo que respecta a los derechos básicos de las mujeres.
Son ellas, y no los hombres, quie nes padecen con
mayor intensidad las desventajas asociadas a la división
sexual del trabajo la naturalización de la asignación
de las tareas del cuidado y el trabajo doméstico no
remunerado a as mujeres a través de conguraciones
especícas que se traducen en jornadas de trabajo
muy extendidas, malas condiciones laborales, alta
incidencia de la informalidad y escasa autonomía
económica (FAO 2018a).
En el caso del tiempo total de trabajo,6 los datos
muestran que los hombres destinan la mayor parte
de su tiempo a la variante remunerada del mismo,
mientras las mujeres lo dedican mayori-tariamente
al trabajo no remunerado (TNR), especialmente a
labores de cuidado.
En Brasil, los hombres realizan TNR en un 48% en zonas
urbanas y en un 42% en zonas rurales. Se trata de cifras
muy inferiores al caso de las mujeres, las que en zonas
urbanas realizan TNR en un 88% y un 92% en zonas
rurales. En el caso de las mujeres indígenas, estas
destinan una mayor proporción de su tiempo al trabajo
no remunerado que los hombres. A modo de ejemplo,
en Mé-xico, en 2014, las mujeres indígenas dedicaban
58,8 horas semanales al trabajo no remunerado,
mientras los hombres solo 21,4 horas (CEPAL 2016a).
Para las mujeres la conciliación entre trabajo y familia
puede ser difícil, especialmente en los ámbitos rurales,
en tanto se trata de contextos en los que se combinan
de forma particularmente viciosa la pobreza, la
informalidad, los empleos precarios y la baja oferta
y densidad de servicios (estatales o privados) para el
cuidado infantil (Martínez Bordón y Soto de la Rosa
2013)
7
. Adi cionalmente, la evidencia indica que las
mujeres insertas en el sector agropecuario destinan
mayor cantidad de horas al trabajo no remunerado
que el conjunto de las ocupadas (CEPAL 2016b)
8
.
En materia de educación, la región presenta avances
en la ampliación de la cobertura
9
y ha alcan-zado
la paridad en el acceso (CEPAL 2019). La educación
primaria es prácticamente universal (aunque en el
ámbito rural es levemente inferior al urbano), y no
se presentan grandes diferencias en base al sexo o
sectores socioeconómicos.
Sin embargo, lo anterior no ocurre de la misma
forma en el acceso a la educación secundaria
rural, cuya cobertura ha aumentado de manera
signicativa, aunque persisten brechas según el nivel
socioeconómico. En los primeros dos quintiles de
ingreso, la asistencia escolar de las mujeres de 13 a 19
años es menor que la de los hombres de la misma edad,
pero las mujeres superan a los varones en asistencia en
los demás quintiles. En el caso de las jóvenes de 20 a
24 años, persiste una diferencia de más de 10 puntos
entre la asistencia de aquellas pertenecen al quintil
más pobre y las del quintil más rico (CEPAL 2017).
4. En las últimas décadas, los rápidos cambios demográcos, sociales y económicos que han experimentado muchos países de ingresos bajos y medianos
han conducido a una mayor urbanización y a cambios en los estilos de vida y los sistemas y hábitos alimentarios. En consecuencia, los hábitos alimentarios
se han vol-cado hacia un mayor consumo de alimentos altamente procesados e hipercalóricos, con un alto contenido de grasas saturadas, azúcares y sal,
y un bajo contenido de bra, lo que ha favorecido la disminución de la desnutrición, y simultáneamente, ha generado un incremento del sobrepeso y la
obesidad, incluso entre las personas más vulnerables, dando lugar a un escenario nutricional poblacional mixto, conocido como doble carga nutricional
(FAO, FIDA, UNICEF, PMA y OMS 2018). 5. Los determinantes sociales de la salud son las circunstancias en que las personas nacen, crecen, trabajan, vi-
ven y envejecen, incluido el conjunto más amplio de fuerzas y sistemas que inuyen sobre las condiciones de la vida cotidiana. Estas fuerzas y sistemas
incluyen políticas y sistemas económicos, programas de desarrollo, normas y políticas sociales y sistemas políticos. Las condiciones anteriores pueden ser
altamente diferentes para varios subgrupos de una población y pueden dar lugar a diferencias en los resultados en materia de salud (OPS y OMS 2019). 6.
Compuesto por las actividades remuneradas y no remuneradas realizadas por las personas. 7. Para mayor información acerca de la medición de la pobreza
de tiempo y su relación con los ingresos en el caso de las mujeres, se sugiere revisar: Gammage (2010) y Asian Development Bank. (2015). 8. A modo de
ejemplo, el Estudio Chile Come Sano (2017), realizado por Jumbo y GfK, mostró que el tiempo era una dimensión que los chilenos consideraban relevante
para alimentarse sanamente. Concretamente, la investigación reveló que ante la pregunta “¿Cuáles son los principales problemas que enfrentan quienes
tratan de alimentarse sanamente?”, un 40% de las personas respondieron “Las actividades extracotidianas me hacen difícil cuidar mi alimentación”,
siendo 39% los hombres y 41% las mujeres que manifestaron estar de acuerdo con esa alternativa de respuesta (https://www.g.com/es-cl/insights/press-
release/lanzamiento-primera-ver-sion-estudio-chile-come-sano/).
Mu jeres rurales, protección social y seguridad alimentaria en ALC
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El analfabetismo ha disminuido, especialmente en los
grupos más jóvenes, alcanzando un pro-medio en la
región de alrededor de 3% entre las jóvenes de 15 y 24
años; no obstante, a partir de los 25 años se maniesta
una brecha importante en relación a las mujeres,
alcanzando niveles de 9% entre los 25 y 34 años, 16%
entre los 35 y 44 años, 24% entre los 45 y 59 años y 45%
en las mujeres mayores de 60 años (CEPAL 2017).
Asimismo, las disparidades en relación al acceso a
recursos productivos, activos claves y mercados son
persistentes
10
. La tenencia de tierra es un indicador
decisivo, toda vez que comporta aspectos simbólicos
fundamentales en lo que reere a la distribución del
poder, la riqueza y el prestigio, dando cuenta no solo
del orden económico de una sociedad, sino también
de su orden cultural. La proporción de mujeres
propietarias de tierras en la región oscila entre un
7,8%, en Guatemala, y un 30,8%, en Perú. Conviene
añadir que, además, las tierras manejada por mujeres
suelen ser áreas menores y de calidad inferior para la
producción agropastoril que aquellas manejadas por
hombres (FAO 2017b).
En lo que reere al acceso de las mujeres a los
mercados y al comercio, una encuesta del Centro de
Comercio Internacional (ITC) realizada en 20 países
del mundo, permitió detectar que solo una de cada
cinco empresas exportadoras pertenece a una mujer.
Asimismo, en América Latina y el Caribe las economías
tienden a restringir legalmente el empleo de las
mujeres en trabajos con-siderados peligrosos, arduos
o moralmente inapropiados (19%), en la industria (16%)
y durante la noche (6%) (Grupo del Banco Mundial
2018).
En el caso de las mujeres productoras agrícolas, un
estudio de la FAO (2016a) en cuatro países de América
Latina y el Caribe puso en evidencia que los mayores
factores de desigualdad que enfrentan las mujeres
en los encadenamientos de yuca, maíz, algodón y
quínoa, son: un menor acceso a recursos productivos,
menores ingresos asociados al acceso a mercados, la
sobrecarga de trabajo productivo y reproductivo y la
baja asociatividad y participación.
Asimismo, y bajo el lente de la indivisibilidad entre
las autonomías económica, física y política que
deben prevalecer para lograr el empoderamiento de
las mujeres, una de las problemáticas más crudas y
cotidianas en la región es la violencia contra ellas. En
el año 2017 al menos 2 795 muje-res fueron víctimas de
feminicidio en 23 países de la región (CEPAL 2018d). La
violencia contra la mujer (CEPAL 2016a), en cualquiera
de sus expresiones, tiene consecuencias perjudiciales
para el desarrollo de los países, favoreciendo el
aumento del ausentismo laboral y limitando la movili-
dad, lo que a su vez impacta de manera negativa la
productividad y las ganancias, e induce a las niñas a
abandonar los estudios, quienes temen ser objeto de
abusos (BM 2019).
Adoptar una perspectiva sistémica para abordar
las brechas que experimentan las mujeres en el
ejercicio de sus derechos exige, por una parte,
comprender su naturaleza entramada, y, por otra,
diseñar e implementar políticas, programas y
proyectos orientados a tratar de manera diferen-
ciada los requerimientos de poblaciones diversas.
Por medio de diagnósticos que observen el escenario
como un conjunto de dimensiones que se refuerzan
mutuamente y sobre las cuales es necesario actuar de
manera estratégica y coordinada.
3. El costo de no actuar sobre las brechas de
género
La seguridad alimentaria y nutricional es determinada
por las características de los entornos ali-mentarios en
que se desenvuelven las personas, es decir, por la gama
de alimentos disponibles, accesibles, convenientes
y deseables en un contexto dado (Herforth y Ahmed
2015), así como las causas diarias que empujan a los
consumidores a elegir determinados alimentos y
desarrollar hábitos dietéticos y preferencias (Hawkes
et al. 2015; FAO 2016b). De lo que se sigue que las
condiciones de vida de los distintos sujetos juegan un
rol preponderante en su vinculación con los alimentos
y, por medio de ello, en su estado nutricional y de
salud.
La evidencia indica que el acceso a mayores ingresos
reduce la inseguridad alimentaria y nutricional que
experimentan las mujeres y sus familias, en especial
niñas y niños (Quisumbing et al. 1995), mostrando
la interacción y refuerzo existente entre los
determinantes sociales de la salud, incluido el género
y las características de los entornos alimentarios (FAO,
OPS, UNICEF y WFP 2018).
9. La cobertura reere a la cantidad de población alcanzada por la protección de los riesgos sociales y el acce-so efectivo a prestaciones (OIT 2018). 10. A
pesar de los acuerdos de los países en torno al ODS 5 y los indicadores 5.a.1 y 5.a.2 de la Agenda 2030.
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Crear las condiciones para garantizar el ejercicio pleno
de los derechos de las mujeres tendría efectos tangibles
en la superación de los problemas nutricionales de
la región, favoreciendo la reducción de los costos
asociados a la doble carga en salud.
Por esta razón resulta primordial que los Estados
reconozcan los costos económicos y sociales, y que
en última instancia tienen un impacto negativo en el
desarrollo de la doble carga nu-tricional y el potencial
de interacción entre las políticas de protección social
con la salud. Basta con revisar un estudio desarrollado
por la Comisión Económica para América Latina y el
Caribe (CEPAL) y el Programa Mundial de Alimentos
(PMA), en el cual, tras calcular los efectos y costos en
salud, educación y productividad para Chile, México
y Ecuador, se dio elocuente cuenta el im-pacto
del problema y sus consecuencias. La repercusión
económica de la doble carga ha alcanzado el 4,3% del
Producto Interno Bruto (PIB) en Ecuador y el 2,3% en
México, países en los que la desnutrición representa
una carga económica de entre 1,5 y 3 veces la carga
del sobrepeso y la obesidad; mientras en Chile genera
un costo equivalente al 0,2% del PIB (CEPAL y PMA
2017). El costo en salud es particularmente relevante
para la malnutrición por exceso, en particular en lo
que corresponde a las consecuencias derivadas de la
carga de diabetes e hipertensión. De acuerdo con las
proyecciones, en los próximos 45 años estos costos
crecerían en torno al 70% en Chile y México, y en un
150% en Ecuador (CEPAL y PMA 2017).
La transición nutricional en la que se encuentra
América Latina y el Caribe se produce en un
contexto de acelerados cambios demográcos,
sociales y económicos, los que han provocado una
mayor urbanización, modicaciones en los sistemas
alimentarios, transformaciones de los estilos de vida
y un aumento del consumo de alimentos altamente
procesados e hipercalóricos, con alto contenido de
grasas saturadas, azúcares y sal y un bajo contenido
de bra. Así, pues, para hacer frente a las distintas
formas de malnutrición se impone promover cambios
socioeconómicos que repercutan en la vida cotidiana
de las personas y en sus patrones alimentarios,
previendo las con-secuencias nutricionales y de salud
que traen consigo las nuevas dinámicas laborales y
sociales (FAO, FIDA, UNICEF, PMA y OMS 2018).
Una vía particularmente efectiva para la superación
de la doble carga nutricional y sus conse-cuencias,
es la protección social, o lo que es igual, el conjunto
de políticas y programas públicos orientados a la
prevención o protección de todas las personas contra
la pobreza, vulnerabilidad y exclusión social a lo largo
de todo el ciclo de vida (FAO 2017c). A través de tres
dispositivos clave: la seguridad social o protección
contributiva, la asistencia social o protección no contri-
butiva y las intervenciones para la mejora laboral y
de los medios de vida (de la O Campos A. 2015; FAO
2018b).
4. La protección social de las mu jeres rurales
en América Latina y el Caribe Cobertura,
adecuación e inclusión
La protección de las mujeres rurales en la región
debe ser observada a través de tres componentes:
la protección contributiva o seguridad social, la
protección no contributiva o asistencia social y las
regulaciones laborales.
En relación con la protección social contributiva,
diversos estudios proveen evidencia para argu-
mentar que los mercados laborales latinoamericanos
no han logrado convertirse en la puerta de entrada
a la protección social (Bertranou 2008; CEPAL 2006,
2012a, 2012b y 2016b; Tokman 2006). El rezago en
la incorporación de las mujeres rurales al trabajo
no remunerado pone un primer obstáculo para su
cobertura mediante la seguridad social.
Adicionalmente, los niveles de aliación a la seguridad
social entre los ocupados son sistemáticamente más
bajos en el medio rural que en el urbano, tanto entre
el conjunto de ocupados como entre los asalariados
(Rossel 2012; Roman y Luchetti 2006; Ribe, Robalino
y Walker 2010; CEPAL 2016a y 2018c). En efecto, el
promedio de ocupados aliados a la seguridad social
en las áreas urbanas de la región es de un 54,7%,
mientras que entre los ocupados rurales es más de 30
puntos porcentuales inferior, apenas alcanzando el
22,2% (CEPAL 2018c).
Este patrón, resultante de los mayores niveles de
informalidad, la incidencia del empleo por cuen-ta
propia, así como del empleo agrícola y el empleo
temporal, reeja la existencia de limitaciones a las
posibilidades de incrementar el acceso a la protección
social por la vía contributiva entre los trabajadores
rurales. Se trata de restricciones particularmente
rígidas para las mujeres rurales, en-tre quienes el
descenso de cobertura que caracterizó a la región entre
los años 2000 y 2005 no solo fue más marcado que para
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los hombres, sino que la recuperación que siguió a ese
periodo fue muy tímida y menor a la experimentada
por sus congéneres.
11
Como resultado, las mujeres
ocupadas en el medio rural son el único grupo en el
que la aliación a la seguridad social no creció desde el
2005, presentando inclusive un aumento de la brecha
(Rossel 2012).
Cabe señalar que, al igual que en el medio urbano, la
aliación a la seguridad social entre los ocupados rurales
está altamente estraticada por ingresos (CEPAL 2012a
y 2012b), por lo que los décits de cobertura de las
mujeres se concentran entre las ocupadas con peores
condiciones para hacerles frente. Especial mención
merece la categoría de trabajadoras por cuenta propia
y trabaja-dores domésticos no remunerados, entre los
cuales los niveles de aliación son signicativamente
más bajos que en otros grupos (Rossel 2012).
La escasa atención y la también escasa protección
de las adultas mayores en zonas rurales es digna de
destacar, en tanto evidencia que los décits en el
acceso a la seguridad social que se evidencian en la
etapa activa se trasladan en forma bastante lineal a la
etapa de retiro (Tokman 2006; CEPAL 2012a).
Con el objetivo de resolver algunos de los décits
planteados en el plano contributivo, buena parte de los
países de la región ha realizado esfuerzos para mejorar
los niveles de acceso y adecuación de sus prestaciones
asistenciales no contributivas. A diferencia de lo
que ocurre en el pilar contri-butivo, la cobertura de
transferencias asistenciales es mayor en las áreas
rurales que en las urbanas (Cecchini y Madariaga 2011).
Por otro lado, en el medio rural las principales políticas
desplegadas logran, en promedio, cubrir la mayor
parte del décit de ingresos que los hogares requieren
para salir de la línea de indigencia, lo que no ocurre en
el medio urbano (Cecchini y Madariaga 2011).
Los programas de transferencias condicionadas
12
(PTC)
con frecuencia denen a las mujeres como las titulares
de las prestaciones (CEPAL 2013). Este componente
del diseño de los PTC no ha estado exento de debate.
Algunos autores argumentan que la imposición de
condicionalidades traslada a la madre una sobrecarga
de tareas y responsabilidades (Molyneux 2006) y que
los pro-gramas de transferencias suelen tensionar
aún más el tiempo de las mujeres, convirtiéndose en
la práctica en un desincentivo al trabajo remunerado
(Martínez Franzoni y Voreend 2010) o una “trampa de
inactividad” (Rodríguez Enríquez 2011). El asunto es que
la elección de las mujeres como receptoras formales
de la transferencia puede tener costos importantes
que los programas deberían abordar, si se quiere
evitar una vulneración adicional de los derechos de las
mujeres y, en última instancia, una reproducción de las
desigualdades de género en torno a la distribución del
trabajo remunerado y no remunerado (Orozco Corona
y Gammage 2013).
Adicionalmente, en los casos donde los programas
no identican un sujeto responsable de cum-plir
con las condicionalidades, estas suelen recaer en
las mujeres. La conclusión es la misma: una de las
metas que se deben autoimponer los programas de
transferencias condicionadas es la de adoptar medidas
que no tiendan a reforzar los roles de género y, más
importante aún, contribuir a la igualdad por medio de
la corresponsabilidad familiar.
El desarrollo de políticas asistenciales no contributivas
en particular, transferencias condiciona-das a
familias con hijos y pensiones no contributivas a la
vejez orientadas a combatir la pobreza extrema en
la población rural (Cohen y Franco 2006; Fiszbein y
Schady 2009) ha permitido cubrir, al menos por la
vía asistencial, a una porción importante del gran
contingente de mujeres rurales hasta entonces
desprotegidas por la vía contributiva (de la O Campos
et al. 2015). Una gran cantidad de evidencia conrma
que muchos de los resultados favorables alcanzados
por los PTC en dimensiones como la educación, la
salud, la nutrición y el acceso a los alimentos, el em-
pleo, la inserción laboral y el consumo, son incluso más
marcados en las áreas rurales.
El desarrollo de políticas asistenciales no contributivas
en particular, transferencias condicionadas a familias
con hijos y pensiones no contributivas a la vejez
orientadas a combatir la pobreza extrema en la
población rural (Cohen y Franco 2006; Fiszbein y
Schady 2009) ha permitido cubrir, al menos por la
vía asistencial, a una porción importante del gran
11. Entre el 2000 y el 2005 la aliación a la seguridad social en el medio urbano cayó tanto para hombres como para mujeres, pero la recuperación que
tuvo lugar los años posteriores no fue igual para ambos grupos. Entre los hombres, los niveles de aliación aumentaron signicativamente, superando
incluso el nivel de inicios de la década. Para las mujeres, la recuperación fue más leve y no alcanzó siquiera para igualar los valores de inicios de los 2000.
12. Programas que realizan una transferencia monetaria a familias con hijos, condicionada al cumplimiento de ciertas conductas básicas, como la matrícula
y asistencia escolar de los niños y/o los controles periódicos de salud.
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contingente de mujeres rurales hasta entonces
desprotegidas por la vía contributiva (de la O Campos
et al. 2015). Una gran cantidad de evidencia conrma
que muchos de los resultados favorables alcanzados
por los PTC en dimensiones como la educación, la
salud, la nutrición y el acceso a los alimentos, el
empleo, la inserción laboral y el consumo, son incluso
más marcados en las áreas rurales.
Finalmente, en un marco de protección social
inclusiva (Cecchini y Martínez 2011), cabe pregun-
tarse por la adecuación
13
de los distintos programas
e intervenciones a la realidad de las mujeres rurales.
Los programas y planes de protección social y su
arquitectura no se desenvuelven sobre un terreno
neutro, sino que se insertan en uno que se encuentra
profundamente sesgado y que, como hemos visto,
tiende a poner en desventaja a las mujeres respecto de
los hombres (Jones y Holmes 2010)
5. Visión sistémica
Un nuevo enfoque para la inclusión de las
mu jeres rurales al desarrollo
Los Estados de la región tienen una oportunidad
única para modicar los antiguos y persistentes
sesgos que atentan contra los derechos de las
mujeres. Sus derechos sociales pueden y deben
estar individualizados en un modelo que favorezca
la autonomía y la expansión de sus capacidades, en
lugar de estar “familiarizados”, es decir “anclados” a
su condición de madres, hijas o esposas. Una agenda
transformadora de los programas de protección social
para las mujeres, en especial de las que viven en zonas
rurales, debería considerar los siguientes aspectos, los
que no se presentan en un orden de prioridades:
i. Es preciso exibilizar las reglas de acceso a la
dinámica contributiva y no contributiva para las
mujeres, y reconocer que, en un contexto de pobreza e
inseguridad alimentaria y nutricional, ambas deberían
operar juntas. Ejemplo de esta integración es el Bono
al Trabajo de la Mujer im-plementado en Chile (SENCE
2019), el cual entrega una retribución adicional a las
mujeres pro-venientes de las familias en situación
de pobreza que se incorporan al mercado laboral,
interrum-piendo así la inercia de un escenario de
sueldos bajos que desincentiva el trabajo remunerado
de las mujeres a partir de un diagnóstico y abordaje
de las problemáticas que enfrentan. Al mismo tiempo,
proporciona un aporte al empleador con el objetivo de
incentivar la contratación de mujeres que pertenecen
a los grupos más deprivados socialmente. Con estas
acciones el programa fomenta un círculo virtuoso
de articulación público-privada, contribuyendo a la
sensibilización y prevención de la vulneración de los
derechos laborales de las mujeres. Otra de las virtudes
de esta iniciativa es su complementariedad con el
programa de Ingreso Ético Familiar, iniciativa que
persigue generar un piso mínimo de protección social,
vale decir, la creación de condiciones favo-rables
para una inclusión productiva y social de las mujeres
permanente en el tiempo.
La estrategia de vincular la esfera contributiva y la
no contributiva, tiene efectos concretos sobre los
cimientos que sostienen las múltiples desigualdades
que afrontan las mujeres, ya sean estas económicas,
sociales, políticas o culturales, contribuyendo a
generar condiciones de vida que sirvan como puerta
de entrada a entornos alimentarios más nutritivos y
saludables.
En particular, es importante reconocer que los PTC no
solo amortiguan los efectos de los shocks externos en
los ingresos y mejoran el acceso a servicios básicos,
sino que tienen el potencial de incidir en dimensiones
productivas que son centrales para el bienestar de las
mujeres rurales, la seguridad alimentaria y nutricional
(Bastagli et al. 2016; ONU Mujeres 2015) y para aminorar
los efectos del cambio climático (FAO 2019).
En este sentido, un caso emblemático es el de
Brasil, país en el que su Constitución otorgó garan-
tías de trabajo igualitario a trabajadores urbanos y
rurales, tras lo cual se dio lugar a un subsistema de
aseguramiento rural semicontributivo que considera
las relaciones laborales no remuneradas que son
parte de las economías familiares. Una buena
práctica asociada de esta política de Estado fue
la creación de la gura del asegurado obligatorio.
Esta consiste en la entrega de pensiones de vejez a
trabajadores y trabajadoras rurales por el valor de
un salario mínimo, sin previa cotización, tras haberse
comprobado el ejercicio efectivo de la actividad. En
el caso de las mujeres, para acceder a este programa
era necesario que se las reconociera como agricultoras
y trabajadoras rurales, lo que fue posible gracias a la
13. La suciencia, o adecuación de los benecios, reere al nivel o cuantía de las prestaciones monetarias o en especie, medida en términos absolutos o
relativos, es decir en relación a diversos parámetros como pueden ser los salarios (OIT 2018).
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implementación exitosa del Programa Nacional de
Documentación de la Trabajadora Rural (PNDTR)
(FAO 2017b). Una vez debidamente documentadas,
las agri-cultoras podían acceder a los benecios de las
políticas públicas, en este caso al nanciamiento de
proyectos especícamente diseñados para mujeres
de la agricultura familiar, acompañado de servicios
de asistencia técnica sensibles al género (Ferro et al.
2014).
De la experiencia brasileña vale subrayar el carácter de
política de Estado alcanzado por las me-didas tomadas,
así como la mirada sistémica que permitió reconocer
el nudo critico a intervenir para garantizar que la
población en desventaja, en este caso las mujeres,
lograra el acceso a la protección social.
ii. En relación al potencial de adecuación de las
políticas de cuidado, la recomendación se centra en
evitar focalizar las intervenciones en las mujeres en
tanto madres, para lo cual es preciso que los Estados
promuevan la corresponsabilidad familiar, la garantía
de los derechos ciudadanos de las mujeres y la
validación de la diversidad de adultos responsables
del cuidado de niños, niñas y personas dependientes
(Confederación Sindical Internacional 2016; Samman,
Presler-Marshall y Jones 2016).
iii. Es necesario reconocer que las mujeres jóvenes
rurales y las que tienen niños pequeños o personas
dependientes a su cuidado enfrentan mayor
vulnerabilidad, debido a las demandas de cuidado no
resueltas. Lo anterior favorece que en muchos casos
estén ocupadas en el empleo in-formal, se encuentren
desocupadas o simplemente no hayan logrado ingresar
al mercado laboral.
iv. Garantizar el acceso a los derechos laborales
básicos, así como a la cobertura en seguridad
social, a través del establecimiento de licencias de
coparentalidad que faciliten la conciliación laboral
y familiar, históricamente excluidas de la legislación
social nacional.
v. Es imperativo mejorar la provisión de infraestructura
extendida de servicios sociales básicos (salud,
educación), así como aquellos asociados al acceso y uso
efectivo de los anteriores (trans-porte, saneamiento)
en las zonas rurales (Seguino 2017).
vi. El desarrollo de estadísticas, informaciones e
indicadores desagregados por sexo, grupo etario,
área geográca y etnia resulta urgente para el diseño,
implementación y evaluación de políticas y programas
de protección social en la región. Contar con estas
informaciones, cuantitativas y cualitativas, facilita el
trabajo de incidencia política y permite visibilizar sus
efectos positivos en materia de inclusión, así como
sus vínculos con otros indicadores de desarrollo, entre
ellos la seguridad alimentaria y nutricional.
vii. Los Estados tienen un rol central en la construcción
de espacios de sensibilización, capaci tación,
divulgación, campañas comunicacionales y condiciones
de exibilización para la entrega de prestaciones
de protección social a partir de la detección de las
necesidades de los ciudadanos y ciudadanas.
En conclusión, los sistemas de protección social
basados en un enfoque de derechos deberían ser
política de Estado de larga data, basados en la adopción
de modelos adecuados en términos so-cioeconómicos
y culturales para la eliminación de la pobreza rural y la
reducción de la prevalencia de las distintas formas de
malnutrición.
En ellos debería conjugarse el abordaje sistémico,
interseccional y territorializado, promoviendo el
ejercicio de la agencia y veeduría por parte de la
población, en especial las mujeres rurales.
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